113. EL CUENTO DE ISIDRO: "LA HERENCIA"
martes, 18 de noviembre de 2008

Era el tal Don José un hombre, si no desconfiado, si al menos algo precavido y a todos cuanto trabajaban en su hacienda, tarde o temprano les comprobaba su fidelidad. Y tan goloso es el dinero y el oro, que todos habían caído en la tentación. Todos excepto uno.
Se decía que su esposa había muerto siendo él muy joven y que desde entonces no había existido otra mujer en su vida. Y siendo Don José un hombre amable y comunicativo, jamás había hablado a nadie de su pasado. Se contaban muchas historias de su vida más o menos infundadas, siendo la que más había llegado a prosperar la de que en su juventud, hubiese emigrado a la isla de Cuba y allí conocido a la rica heredera con la que contrajo matrimonio, y que muerta ella había vendido sus propiedades y regresado a España, comprando aquí la hacienda de La Verónica.
Tenía en su finca el señor de las Eras cuatro empleados: el labrador, el pastor, una mujer cincuentona que gobernaba la casa y un muchacho joven al que no había podido coger nunca en falta alguna.
Era este muchacho, huérfano de padre y madre, que siendo muy niño, lo había acogido Don José, aunque manteniendo siempre la distancia de protector y protegido.
Tenía este señor dos sobrinos que vivían en la ciudad los cuales se consideraban sus herederos directos y por tanto visitaban con asiduidad a su tío quien veía con toda claridad que el único interés de sus parientes era sus cuantiosos bienes, y a dichos parientes les corroía la idea de cual sería la parte que destinaría su tío para aquel niño que había a cogido tan humanitariamente, con la duda, si en su día habría tenido algo que ver con la madre, de la que tenían noticia de haber sido una mujer muy hermosa.
Pasaron los años y llegó el día en que el muchacho tuvo que cumplir su servicio militar, correspondiéndole destino en las posesiones españolas de África, coyuntura que con la distancia y la recaída de Don José con casi noventa años, aprovecharon sus sobrinos para hacerle firmar un testamento en que les declaraba sus herederos universales, y por el cariño que le profesaba a su protegido, le dejaba en herencia, los muebles, libros y demás objetos de la casa de campo. En realidad muy poca cosa, que nada en absoluto interesaba a los sobrinos.
Cuando el joven regresó de Africa licenciado del servicio militar y supo lo sucedido, tuvo palabras duras con los dos hermanos y estos le dieron un plazo de veinticuatro horas ara sacar de la casa lo que le correspondía según el testamento.
José, que este era el nombre de nuestro amigo, llevó los muebles, libros y enseres y todo cuanto constaba en el testamento, a una pequeña casa del pueblo que le prestó un amigo, y fue a consultar un entendido, el cual le pidió pruebas de lo que le contaba y siendo que sólo poseía una carta de Don José, fechada anteriormente al testamento en que constaba que era heredero de la hacienda de la Verónica, le aconsejó que no gastara un céntimo en pleitos, porque el segundo testamente otorgado a los sobrinos, era el que tenía validez, pues aunque sabía positivamente que se habían aprovechado de su ausencia y más, de las deficientes condiciones mentales de su tío en los últimos días, no lo podía demostrar.
Con todo lo recibido de la herencia, organizo la casa y montó la biblioteca, pues los libros eran su pasión de toda la vida, y aún le sobraron algunos elementos que guardó en el porche. Todos los muebles le cuadraron bien excepto que al montar la cama vio que, como la mayoría de camas antiguas, era demasiado alta. Pensó que podría serrarle unos centímetros, dudando unos instantes por el respeto que le tenía a todos aquellos recuerdos de su protector, pero luego recordó haberle oído en algunas ocasiones criticar a los antiguos porque construían aquellas camas tan altas, asegurando que su abuela tenía que poner una escalerilla para poder acostarse. Así pues, decidió rebajarle veinticinco centímetros, y cuando aserró la primera pata, y retiró la parte aserrada, vio con sorpresa que toda ella de arriba abajo, estaba hueca, y que cayeron al suelo un chorro de monedas de oro.
Una fortuna había salido de la pata de la cama, y reía y lloraba José de alegría, comprobando cómo había burlado Don José a sus avarientos sobrinos. Luego, cuando se serenó, fue a cortar la otra pata, pues tenía que hacerlo con las cuatro, para que la cama quedara nivelada, resultando con gran sorpresa, que también contenían doblones de oro en una totalidad de mil doscientas que eran una inmensa fortuna.
Los sobrinos herederos de la finca La Verónica, no tenían amor a la tierra y la pusieron en venta en cuanto estuvo registrada a su nombre, y sabedor José que lo harían de esta manera, encargó de inmediato a su amigo que la comprara para él, y cuando ya estuvo preparada la escritura y se presentaron en la notaría los dos hermanos para firmar y cobrar, tuvieron la mayor sorpresa de su vida cuando apareció José portando una gran cartera y pagando en efectivo el precio acordado.
Ustedes sabían que su tío deseaba que la finca fuera para mí y han intentado lo contrario con malas mañas: les dijo José con gran seriedad, pero sin levantar la voz. Y añadió: Ya ven, que finalmente no han logrado su propósito; y ahora tengan en cuenta lo siguiente, que el dinero bien conseguido, a veces se pierde. ¿Qué ocurrirá con el que se consigue de mala manera? Y abonando los honorarios cuya minuta le presentaba el notario, recogió la escritura y abandonó el despacho y se marchó dejando a los dos hermanos pálidos de ira e incapaces de responder una palabra.
ISIDRO BUADES RIPOLL
Cronista de la Villa de Sant Joan d'Alacant
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112. EL CUENTO DE ISIDRO: "VIAJE AL CIELO DE IDA Y VUELTA"
miércoles, 15 de octubre de 2008
Me contó mi abuelo Raimon, que un anochecer, cuando esperaba los conejos en la cumbre de un montecillo gracioso, que hay junto al Mediterráneo, en La millor terreta del mon, montado en un pino cerca del cebadero, ojo avizor y preparada la avancarga, la luna que pasaba muy cerca aquel día que era el de su plenilunio elevándose silenciosa hacia las estrellas ya refulgentes algunas allá en lo alto, le dijo de esta manera:
Me voy de viaje al cielo
¿Te vienes, lo quieres ver?

-¿Por qué no me has despertado antes cuando pasábamos por el cielo?
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111. LA HONDA, UN ARMA Y UNA HERRAMIENTA
viernes, 12 de septiembre de 2008

Mientras iba construyendo esta herramienta de pastor, me vino a la mente la historia de David y Goliat que todos conocemos, y también esa humorística confusión existente entre algunos que no saben exactamente si David mató al gigante con una “Honda” o fue con una “Yamaha”. La verdad es que creo que la marca de la moto no sea lo más importante, pero si que la destreza de David manejando aquella sencilla herramienta de trabajo que era su honda, la convirtiera en una arma capaz de matar al hombre más fuerte de su época.
La historia de David y Goliat no la voy a contar por ser harto conocida aunque sí la de Vicente y Manuel, que era el primero un pastor de cabras y el segundo un entendido labrador. El pastor, pequeñito él, envidioso, embustero y para colmo de sus defectos, borrachín. Por el contrario, Manuel, era un joven muy diestro en los trabajos de la tierra, fornido y bondadoso, cualidad esta última por la cual el pastor no había recibido un par de bofetadas por su mala lengua en más de una ocasión cuando trataba de menospreciar a Manuel. Pero todo tiene su límite en la vida, y un día, terminó Vicente con la paciencia de Manuel que le dijo delante de todos sus amigos:
Mira Vicente, Te repruebo por bergante,
Y aún sin tener otra facha,
El hombre que se emborracha
Con esa tiene bastante.
Todos rieron, y Vicente no se puso rojo de vergüenza como le hubiera ocurrido a cualquier otro del grupo, sino que palideció de odio y masculló entre dientes estas palabras que nadie pudo entender: ¡ Te mataré, te mataré!
Pasó algún tiempo y no menguaba el odio de Vicente hacia Manuel pero como era un cobarde, no pensaba en enfrentársele cara a cara si no a traición y con ventaja; un día, cuando estaba Manuel preparando la acequia para el riego de las hortalizas, desde el montecillo colindante a la huerta, le gritó Vicente que allí se encontraba apacentando sus cabras en lo más alto:
¡Eh chulo! Te voy a apañar. Y cogiendo una piedra la colocó en el ojal de su honda y haciéndola girar en el aire , la lanzó veloz hacia Manuel. Vicente era diestro en el manejo de la honda con una puntería extraordinaria, y estaba seguro que desde la altura con la velocidad que imprimía a los guijarros que desde allí le lanzaba, antes del tercer tiro lo iba a matar o malherir, pero en la primera piedra se equivocó, pues el sonido que es más veloz que una pedrada con honda, avisó a Manuel que oyó a tiempo el chasquido que produce la honda al despedir la piedra, entendiendo lo que estaba sucediendo, y en un movimiento rápido levantó el legón protegiendo su cabeza, estrellándose el guijarro contra la acerada hoja de la herramienta, que tenía buen temple, produciéndose un sonido como el tañido de una campana. En dos segundos tuvo Manuel otro guijarro acercándosele a gran velocidad y el legón volvió a servirle de escudo.
El desgraciado este, tiene mas vista que un gavilán –masculló Vicente- mientras disparaba el tercer tiro, que repitiendo Manuel la maniobra lo detuvo sin dificultad, y envez de huir, que era lo que pensaba Vicente que haría, comenzó a subir resueltamente al montecillo en dirección al pastor, deteniendo uno tras otro los tiros de su agresor.
Manuel subió al monte, y ya a corta distancia, tenía más control de los movimientos de Vicente, que viéndole tan próximo decidió huir, pero que tropezando al iniciar la huida, cayó al suelo de espalda quedando a merced de su contrario, el cual levantando amenazadoramente su herramienta hizo pensar a Vicente que le había llegado la hora de la muerte, pero no fue así, porque Manuel viendo en su cara su gesto de terror, se detuvo, bajó la herramienta y le escupió en pleno rostro.
No quiero manchar mi legón con sangre de serpiente –dijo con enorme desprecio volviendo la espalda para marcharse - pero intuyendo de repente lo que iba a suceder, se agachó bruscamente al tiempo que una piedra pasaba silbando rozándole los cabellos.
Entonces ya no pudo contenerse, volvió sobre sus pasos y comenzó a abofetear a Vicente hasta que vio brotar abundante sangre de su rostro.
En esta historia no fue la honda la que venció pero sí la habilidad y la razón, y el vencido no murió en la contienda como le sucedió a Goliat, aunque siguió odiando con todas sus fuerzas a su enemigo, pero eso sí, teniendo especial cuidado de no enfrentarse a él nunca más.
ISIDRO BUADES RIPOLL
Cronista de la Villa de Sant Joan
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110. EL MIEDO
viernes, 18 de julio de 2008

Aquella misma noche la había pedido a su padres, y era plenamente dichoso sentado en la “caria de boix” al lado de su novia, aunque bajo la mal disimulada mirada de la futura suegra. Le iban bien los negocios, le correspondía la moza que amaba desde niño, y había podido evadir el servicio militar por ser hijo de viuda, aunque haciendo la trampita de registrar a nombre de su tío el negocio. La verdad era que se sentía muy feliz, dichoso, tranquilo, rebosante de satisfacción.
Era sábado, uno de agosto, y cuando daban lentas y acompasadas las diez en el reloj de la iglesia y ya iba a despedirse de Marieta, ella le advirtió: - Roberto, mañana tendrás que venir a verme a la casa de la Huerta, nos vamos todo el mes a recoger la cosecha de la almendra.
Pues muy bien –le repuso. Por verte a ti soy capaz de ir a cualquier parte; mañana es domingo, y como no abro la tienda por la tarde, a eso de las cinco allí estaré.
A eso de las cinco ya estaba Marieta hecha una rosa, con la cara lavada y puesto un vestido nuevo esperando a Roberto en la puerta de la casa de campo, sentada en el banco de piedra bajo el parral de “valenci”.
No se hizo esperar, y allí se presentó el enamorado con sus alpargatas nuevas, pantalón de sargara gris y una camisa de popelín blanca con cuello redondo que le daba cierto aire de distinción.
Pusiéronse a pasear por el patio que había frente a la casa, y luego, cuando ya se cansaron de paseos, tomaron asiento en el banco de piedra, al amparo del parral de “valenci” del que colgaban numerosos racimos maduros, envidia de los golosos gorriones que por la proximidad del parral a la casa no se atrevían a visitar.
Allí charlaron felices toda la tarde. A eso de las seis salió el padre con señales de haber dormido su buena siesta. Saludó y fue a darle de beber a la mula y servirle una “mescla” de paja y fresca alfalfa en el pesebre que había bajo del almez. Luego se puso a trajinar con la almendra que se secaba extendida en el “safarig”. Mientras tanto a la madre se la oía activa por la cocina, y cuando ya el sol se aproximaba a las sierras de poniente y hacía pensar a Roberto en su regreso al pueblo, salió de su cocina la mujer y le anunció con inconfundible gesto de complacencia en su cara, que estaba invitado a cenar.
Se puso la mesa en la que el plato importante era el conejo frito con tomate acompañado de la rica ensalada, las longanizas rojas a la brasa, y tras la roja sandia, unos almendrados remojados con viejo “fondellol”. ¡Magnífico! Buenísimo todo. Y entre unas cosas y otras tocaron las nueve: era noche cerrada.
Tras agradecer tan magnifica cena y despedirse de los padres y luego de Marieta, al amparo de la puerta semiabierta, decidió marchar. Fuera del rayo de luz que el carburero proyectaba sobre el patio, lo demás era noche oscura, y de pronto ante la súbita oscuridad apareció el miedo, comenzaron a temblarle las piernas y sentir un miedo horrible que le prevenía contra el mundo nocturno a campo abierto, era una situación angustiosa contra lo desconocido, se sentía amedrentado por la oscuridad en la que cada algarrobo o cada olivo que bordeaba el camino aparecía como un monstruo de aquel mundo negro dispuesto a engullirle. Gracias a que el temblor de las piernas en vez de paralizárselas les dio alas para emprender una alocada carrera que solo cesó al llegar a las primeras casas del pueblo con sus luces. Bajo del primer farol se detuvo y secó el sudor de su cara con el blanco pañuelo, y cuando hubo recobrado el aliento, algo mas sereno, marchó con el paso sosegado a su casa de la calle Mayor.
Sus padres estaban tomando el fresco con los vecinos en la puerta de enfrente, y dándoles las buenas noches entró en su casa encendiendo la “llum létrica” que habían instalado recientemente. Aquella luz clara de las lámparas incandescentes le devolvió la calma, y tras lavarse la cara entró en su alcoba dispuesto a acostarse. E iba a desnudarse, pero antes, al ver la negrura de la noche por la ventana que daba a la Huerta, la cerró, y lo hizo con tal violencia, que, su madre, que en ese momento entraba en la casa, le llamó diciéndole:
-¿Qué ocurre, Robertet?
- Nada, madre, - le respondió – es que acabo de abrir la ventana.
Estuvo pensando hasta las tres de la mañana y al fin llegó a la conclusión que no volvería a la casa de campo a festear con Marieta, pasara lo que pasara. No podía volver a soportar el terror que le producía la oscuridad del campo en plena noche con la presencia de aquellas brumosas sombras que surgían súbitamente por doquier. Aunque la idea de perder a Marieta se le clavaba como una daga en el corazón.
A la noche siguiente no fue al campo, y Marieta no se inquietó, conocedora como era de la costumbre del cortejo de la época, martes, jueves, sábado, más domingos y festivos: aunque sí al día siguiente, que cansada de esperar en vano se acostó y lloró en silencio hasta la media noche. El jueves tampoco apareció el prometido, ni el sábado; y el domingo en la mañana, con la excusa de asistir a misa fue al pueblo y pasó por la tienda. No estaba enfermo Roberto como ella llegó a pensar, estaba allí entre sus encajes, sus botones y sus medias, discutiendo sonriente con las clientas, calidades y precios.
Esperó que salieran las mujeres y entró decidida. Él al verla palideció, y con una voz que apenas salía de su garganta le dijo:
¡Hola! Marieta, y luego con un valor muy extraño en un cobarde le explicó con claridad cual era su problema.
Ella enrojeció que parecía que le iba a estallar la sangre en las mejillas, y sin decir palabra alguna le propinó una sonora bofetada y luego salió furiosa de la mercería.
La bofetada le partió el labio inferior a Roberto, y al instante entró la hija de los vecinos de enfrente, que al ver la sangre que le manaba abundante del labio sacó un pañuelito perfumado que llevaba entre sus voluminosos senos y le limpió la cara.
-¿Cómo te has hecho eso, Robertet? –le dijo mimosa.
El le explicó que había caído una de aquellas cajas de madera que tenía en las estanterías altas y le había golpeado en la cara.
La curación del labio fue el principio, y luego, poco a poco le curó la vecina regordeta, aunque no del todo, el mal de amores. Era amable la chica y muy condescendiente y estaba prendada desde siempre de su vecino Roberto. A nada le contradecía, y le escuchaba siempre con una sonrisa dulce en los labios. Y además, tenía una cualidad recién descubierta por el tendero, que poseía gran habilidad para convencer a las clientas, como había demostrado en algunos momentos que por la aglomeración de la clientela le había ayudado en la venta.
Pasaron cinco años, y casi sin darse cuenta se encontró Roberto una mañana de abril, postrado ante el altar parroquial teniendo al lado a la regordeta vestida con el traje blanco de novia; y no fue este un mal suceso, pues la chica valía un Perú. Era aseada, buena cocinera y como ya sabemos, hábil dependienta de mercería. Le dio tres hijos, dos niñas y un varón, y supo comprender siempre, qué clase de marido tenía, pues aunque a todo decía que sí, no era tonta, sino todo lo contrario, conocía muy bien los miedos de Roberto y quién era la dueña de su corazón.
ISIDRO BUADES RIPOLL
Cronista de la Villa de Sant Joan
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108. CUENTO DE ISIDRO: "LOS FRANCESES EN SAN JUAN"
viernes, 9 de mayo de 2008

Un chico de unos trece años, llegó corriendo a la finca aterrorizado y jadeante, contando que los soldados franceses habían entrado en San Juan a saco y degüello. Era la mañana del 21 de abril de 1812.
En el mes anterior, el "senyoret" que solía pasar temporadas en la finca y que era de los que habían jurado fidelidad a Fernando VII y al gobierno legítimo, creyó que lo más conveniente era marchar sin demora al "mas" que poseia en tierras de Busot y allí esperar a que se marcharan las huestes de Napoleón. Ya que él sabía que el ejército francés había iniciado la retirada levantando el sitio a Alicante y no tardarían en estar lejos buscando, cada día más hostigados por militares y civiles, la frontera de su país.
Pero como fuera que en el "mas" no había nadie, tenía que ir él, "Managüelet" que estaba por los quince años, cada cuatro días a llevarle provisiones, y a darle noticias de cómo iban las cosas.
Así estuvieron por espacio de un mes. Indefectiblemente cada cuatro días aparecía "Managüelet" con las viandas que el usía comía con apetito al tiempo que era todo oidos para las noticias que el muchacho le traía.
Un martes por la mañanita iba "Managüelet" evitando el pueblo, por la senda para luego cruzar el río y de allí salvando lomas llegar al escondrijo. Estaba todavía en plena huerta y no lejos de San Juan andando ligero para llegar pronto y regresar antes de que se hiciese de noche.
Enaquellos tiempos por las sendas que siempre discurrían junto a las acequias, había olmos, retamas, zarzales y mucha cisca. Era pues la visibilidad muy corta y en cualquier recodo podía toparse uno con otra persona que andara en dirección opuesta. Y así fue; en uno de esos bruscos recodos, se tropezó con dos soldados franceses que le saludaron con un "bon Tour" cordial y sonriente.
"Managüelet" apenas pudo articular un "bon dia" que casi ni él mismo oyó y se quedó clavado en el suelo como un palo.
Los soldados comenzaron a hablarle ambos a la vez y al chico le parecía que eran perros que quisieran arrebatarle las provisiones que llevaba en el capazo.
Los franceses se le acercaban intentando hacerse entender y él retrocedía sujetando tenazmente su carga. Mas de pronto creyó entender, vio que los soldados señalaban a la calabaza del vino y decían:
- ¿Trinqui patrón, trinqui patrón!
- ¡Ah sí!, que la "trenque", y rompió la calabaza tirándola fuertemente contra el suelo.
Los franceses se encolerizaron al ver que prefería romper la calabaza, a darles un trago que era lo que pedían, y desenfundando sus sables agredieron al chico que pronto se escabulló saltando como un galgo la acequia y volando más que corriendo entre la frondosa viña de la huerta.
Aunque pronto se supo distante de sus perseguidores no cesó de correr hasta llegar a las primeras estribaciones de Cabeçó d’Or. En toda la carrera le sonaba sin saber por qué, aquellos calificativos que el "senyoret" les daba, orgullosos y patrioteros, él por su cuenta les obsequiaba con otro que por sí solo valía cuanto menos, como las dos del señorito.
Esperó que anocheciera y entonces volvió a la casa rodeando más que de costumbre.
Cuando llegó, sus padres le abrazaron llorando, pues creían que había sido muerto por los soldados. Aquel día se había estado oyendo la artillería napoleónica disparando sobre Jijona y luego entraron las tropas en San Juan a saco y degüello como ya hemos dicho, asesinando a veintinueve personas.
Al día siguiente tuvo que ir el padre a llevarle la comida al señorito, pues a cada paso temía "Managüelet" encontrarse con los airados perseguidores. Por suerte para él poco tiempo tuvo que esconderse, pues los franceses se marcharon y el señorito salió de su madriguera. Pero lo más triste de aquella página de nuestra historia, es que no tengamos siquiera una lápida que la recuerde.
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Etiquetas: CUENTO, historia, Nº108
107. EL CUENTO DE ISIDRO: "LLUVIAS TORRENCIALES"
domingo, 13 de abril de 2008

Siendo tan joven, ya me tenían adjudicado como futuro marido a un vecino rico, siete años mayor que yo y aquel, se divertía con mujeres fáciles cuado yo ya iba siendo crecidita, y si la gente le decía que no venia a buscarme, respondía que él se divertía y a mi me tenía segura. Yo, me enteré de esas palabras y desde entonces, aquel hombre perdió para mi todo su valor. Y a todo esto, trabajando todos los días en el campo, cumplí dieciséis años y, a decir del vecindario, me había convertido en una moza de aspecto sano y muy guapa.
Un día vi en las fiestas del pueblo un chico que me miró y yo le miré a él, y aquella mirada ya no la pude olvidar, aunque no lo volví a ver porque mi madre, temiendo que esto que me sucedía, sucediera, me tenía muy vigilada y no me permitía ir al paseo o al cine del pueblo.
Por aquel tiempo, en los últimos días de septiembre hizo una gran lluvia, fue una de esas tormentas que los huertanos llamaban el "cimenter" y ahora conocemos por la "gota fría". Fue al anochecer y estuvo diluviando hasta la media noche, amaneciendo el siguiente, un día con el cielo limpio de nubes y una densa calma.
Alguien dijo que se habían producido inundaciones en la capital y que se había desbordado el barranco del "Juncaret". Y mi padre enganchó la tartana y nos fuimos los dos a ver los daños causados por la avenida, pero en cuanto llegamos al barranco a su paso por la partida de "La Condomina", como ese barranco es muy corto, apenas la avenida se había reducido a unos centímetros de agua que permitía el paso por la antigua carretera a la altura de "La Venta del Bojo". Atravesamos el cauce y nos dirigimos a una finca cercana donde vivía un antiguo amigo de mi padre, y cuando llegamos allí, nos encontramos con que toda la familia estaba viendo el pequeño pantano de la finca, que se había llenado con las aguas de lluvia provenientes de la vecina "Serra Grossa".El hortelano amigo de mi padre, se llevó una gran alegría por la visita de su viejo amigo al que hacía mucho tiempo que no veía, y yo tuve una agradable sorpresa al comprobar que el hijo menos de aquella familia, era el chico que había visto en la fiesta del pueblo.
Todos los reunidos, comentaban la ventaja de tener un embalse de aquella naturaleza donde recoger las beneficiosas aguas pluviales como el que poseía aquella finca, y mi padre calculó que allí había agua embalsada para regar mas de cincuenta tahúllas. Cálculo que todos los presentes dieron por bueno, y a mi padre le produjo satisfacción tal aprobación.
Yo no le quitaba el ojo de encima al joven, y cuando todos se fueron a la casa por invitación del dueño a mostrársela a mi padre, me hice un poco la remolona y me quedé contemplando las aguas, pensando si el chico, que había ido a la casa a hacer no sé qué que le había mandado su padre, quizá al verme sola, aprovecharía la ocasión para venir a hablarme, y mientras, me asaltó un pensamiento que me produjo cierta risa, ya que mi madre, la que sólo me permitía salir de casa acompañada de mi padre, me había mandado directamente a aquel chico que yo quería, cosa que iba muy en contra de los planes preconcebidos entre ella y la madre del disoluto pretendiente.
Me puse a pasear por el borde del pantano, y más mirando hacia la casa donde había ido el joven, que el lugar donde ponía los pies. El caso es que resbalé y fui a parar al pantano, cuyas aguas profundas me cubrían en más de dos brazas. Comencé a gritar porque yo apenas había aprendido a nadar un poco en el mar, donde resultaba más fácil hacerlo en sus aguas saladas que en aquellas dulces de la lluvia y comprendía que corría un grave peligro, y en este terrible apuro me hallaba, cuando apareció mi amado que se arrojó al agua sin meditarlo un segundo y agarrándome con fuerza, en menos de un minuto me había sacado del peligro.
Cuando llegamos a la casa y explicamos lo ocurrido, todos vitorearon al salvador. Su madre y su hermana me atendieron solícitamente, quitándome las ropas mojadas y luego de secarme, pusiéronme unas de aquella joven que vendría a tener mi misma edad, y yo estaba tan emocionada, que mi cara pregonaba mi estado, pero a tal situación no creo que llegara tanto por el susto de la caída, si no que fue a causa del estremecimiento que recorrió mi cuerpo cuando Juan, que así se llamaba aquel joven, que luego con el tiempo, fue mi marido; me tomó en sus brazos resueltamente, viendo yo en su cara la angustia por mi estado de salud. Así pues, y aunque ha pasado mucho tiempo, por causa de lo sucedido, yo me aferro cada día más a la idea de que, quien algo importante quiere conseguir, tiene que mojarse.
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106. CUENTO DE ISIDRO: "CONFLICTO FAMILIAR EN SANT JOAN"
viernes, 7 de marzo de 2008
Rafael fue a despertar a su sobrino a la hora de costumbre y comprobó que este ya no estaba en la cama, y pensó que se había ido a la huerta porque no quería permanecer en el pueblo un día tan señalado.
Julieta, la esposa de Rafael, se levantó más tarde y al ver que no estaba su sobrino le preguntó al marido por él, quien le dijo lo que pensaba, pero ella no se conformó con la respuesta y entró en la habitación para cerciorarse, saliendo al instante, pálido el rostro y en la mano una hoja de papel que entregó a su marido. Tío –decía la nota- Me marcho voluntario a la guerra, no tengo otra opción. No creo que vuelva al pueblo, porque si no me matan, cuando esto termine, me marcharé lejos de aquí. Juan.
No podía comprender Rafael la causa por la que su sobrino había tomado semejante decisión. Estaba en la casa como si fuera un hijo, disponiendo de buena ropa y llevaba un duro en la cartera, cosa que no todos sus amigos tenían. Parecía un muchacho feliz y nada partidario de aquella guerra entre hermanos a la cual se había ido voluntario. Algún motivo grande tendría, y grande tenía que ser para que un muchacho sensato como Juan obrara de aquella manera, de eso estaba seguro Rafael, pero ¿Cuál podía ser el problema?
Veamos pues lo que sucedió. Juan había perdido a su padre que era el hermano mayor de Rafael, cuando era casi un niño, y la madre a los 18 años, por eso como ambos hermanos siempre se habían llevado bien, Juan fue a vivir a casa de sus tíos que no eran mucho mayores que él. Rafael, contaba a la sazón treinta años, y Julieta su esposa 26. Julieta era una mujer muy temperamental que nada más entrar Juan en la casa comenzó a colmarle de atenciones que el bueno de Rafael pensó que eran debido a su orfandad y para que comprendiera que allí se le aceptaba con gusto. Juan, al principio se hacía el desentendido y llegó a el momento que ella le perseguía tenazmente y él la esquivaba como podía, pero comprendía que siendo una mujer muy atractiva llegaría un momento que cedería, y para evitarlo, decidió abandonar la casa. Pero ¿dónde ir? Pues a la guerra y que fuera lo que Dios quiera. Así pues, sin decírselo a su tío se inscribió y abandonó la casa silenciosamente la madrugada del 15 de septiembre de 1936.
Tuvo un breve periodo de instrucción en Cartagena y antes de un mes, estaba en el frente de combate: Madrid, Brunete, Teruel y por fin Extremadura donde acabó la guerra. Durante este tiempo, muchas veces vio cerca la muerte, pero salió ileso sin que una sola bala, un trozo de metralla o los quince grados bajo cero de la batalla de Teruel, acabaran con él. Más el cese del fuego, no fue el final del sufrimiento, pues estuvo retenido un año en un campo de trabajo cerca de Salamanca y el día 1 de abril de 1940 era puesto en libertad.
¿Qué hacer entonces? Sin dinero, sin trabajo, en Salamanca donde no conocía a nadie y soldado del bando vencido. Comenzó a andar carretera adelante sin rumbo fijo y se dirigió sin saber por qué a la estación del ferrocarril; quizá pensando que alguno de aquellos trenes podrían llevarle hasta su amada tierra; pero no, eso no podía ser. Su gran secreto se lo impedía, él no podría volver jamás a su pueblo. Allí estaba ella que no le perdonaría jamás haber rehusado sus encantos y le enemistaría con su tío que era un santo. Pero esto no sería lo peor, pues si su tío la creía a ella, le cerraría la puerta de su casa aunque no sería capaz de hacerle ningún daño: lo peor era lo que nadie sabía, que él estaba perdidamente enamorado de ella desde la primera semana de entrar en aquella casa.
Eran las cinco de la tarde y desde las siete de la mañana en que había tomado un caldo negro al que llamaban café, que no había comido nada. Sentía hambre y desfallecimiento pero seguía andando, dejó atrás la estación con sus ruidos y tráfico de gentes presurosas y, de pronto escucho el tañido de una campana muy cerca de él, comprobando que se hallaba junto a la puerta de una iglesia; entró en ella y tomó asiento en uno de los últimos bancos, que se hallaba completamente vacío. Salió el sacerdote y comenzó el oficio. Primero fueron rezos y luego cánticos, los mismos que en el pueblo, que le hicieron sentirse transportado a los años de su adolescencia. Se arrodilló y lo hizo con gozo sin sentirse obligado a hacerlo como ocurría en las misas de campaña del campo de trabajo, y por primera vez, en mucho tiempo se sintió a gusto; en paz, y sin temor a nada, y tanto fue así, que terminó la función religiosa sin apercibirse de que los fieles abandonaran el templo y sólo él permanecía allí arrodillado con la cabeza apoyada en sus manos sobre la madera del reclinatorio. De pronto, notó que alguien le tocaba suavemente la cabeza, era el párroco, un hombre de unos sesenta años que con una sonrisa bondadosa en los labios, le dijo: -¿Puedo ayudarte en algo?
Un poco sorprendido Juan, le respondió que no y le dio las gracias por su atención, pero el sacerdote insistió y ante su insistencia, no pudo seguir negando y en breves palabras le explicó su situación.
-Ven conmigo- dijo el cura- Juan le siguió y saliendo de la sala, atravesaron la sacristía y entraron en la vivienda del sacerdote, yendo directos a la cocina, y una vez allí, le preparó una taza de leche caliente y unas tostadas con mantequilla.
Juan lo tomó con avidez aunque tratando de no parecer mal educado.
Luego, le hizo pasar a un pequeño cuarto de aseo para que se lavara y afeitara, y hecho esto le ofreció una muda y luego un pantalón negro y un suéter de lana gris. Cuando salió del aseo, tenía un aspecto distinto, pues lavado y afeitado, y con aquella ropa limpia, parecía haber rejuvenecido diez años. Entonces el sacerdote le hizo tomar asiento cerca de la chimenea que tenía encendida y le ofreció un cigarrillo.
Juan lo rehusó con una sonrisa diciendo. No, gracias, aún no he aprendido a fumar.
Mucho mejor, hijo, yo si que tengo ese vicio, y tomando asiento frente a él comenzó a fumar. Luego dijo:
-¿Cuándo piensas volver a tu pueblo?
-No pienso hacerlo, padre, no puedo. Me quedaré aquí o iré a otro lugar, pero no a mi pueblo. Le contaré, si usted quiere oírme, porque no quiero volver a mi pueblo.
Cuando terminó Juan su relato, tardó el sacerdote unos segundos en comenzar a hablar y le dijo así: -Yo puedo darte unos días de trabajo adecentando un poco el jardín de la iglesia que está muy descuidado y puedo hablar para que te den una cama mientras estés en esta ciudad: esta noche puedes dormir aquí.
Los días de arreglo del jardín se convirtieron en semanas y luego en meses porque en la iglesia siempre había alguna cosa que reparar: una luz, una gotera, … Y él era mañoso. Oía misa todos los días y comía en la mesa del sacerdote que parecía encontrarse muy complacido de su comportamiento. Leía libros y periódicos y apenas salía de la iglesia, y al cabo de un año conoció a María. Una muchacha que iba todas las tardes al vía crucis. Simpatizaron desde el primer momento, y era aquella el polo opuesto a la mujer de sus sueños, a Julieta. Tímida, bondadosa y formal; quizá por eso le agradó a Juan, pues ella no era nunca la que tomaba la iniciativa en nada, luego con mucho juicio exponía lo que le agradaba o no.
María vivía con su madre que era viuda de un capitán de artillería que había muerto heroicamente en la guerra. Siendo el caso que al principio se opusiera a aquella relación de su hija aunque después de tratar a Juan acabó accediendo y al año les insinuó el matrimonio aunque a Juan no le satisfacía la idea ya que el sueldo que cobraba en la iglesia no era suficiente para formar una familia; y aunque se lo hizo notar a la futura suegra, ella no le dio importancia a la cuestión, y se la notaba muy animada con la idea de la boda. Le dijo a poco que tenía que viajar a Madrid y en cuanto regresara podrían empezar a realizar arreglos de obra en la casa para instalarse en ella, ya que era una casa grande en la que podían vivir muchas personas.
La madre realizó el viaje y contra lo que había dicho sobre que serían tres o cuatro días a lo sumo, tardó el doble y cuando lo hizo fue para causarle una gran sorpresa a Juan, pues había regresado acompañada de su tío Rafael.
Al verle se quedó indeciso porque no sabía como iba a actuar su tío, pero pronto salió de dudas porque éste se le abrazó llorando y no cesaba de decirle:

Cuando Rafael terminó de hablar lo hizo la madre de María para decirles lo que menos esperaban oír.
-Desde hace un año estamos en contacto Rafael y yo, y nos hemos escrito unas treinta cartas y telefoneado muchas veces, y por fin, nos hemos conocido personalmente en Madrid. Bien, a consecuencia de lo dicho, nuestros planes, son los siguientes, que el día de vuestro casamiento, serán dos bodas, que se celebrarán, la vuestra y la nuestra. Y se cogió del brazo de Rafael.
María y Juan se miraron sorprendidos y luego reaccionando, se fundieron los cuatro en un abrazo. La casa de Salamanca se vendió. Se celebró la boda en la misma iglesia y los nuevos matrimonios marcharon a Sant Joan, pues la cosecha estaba buena para recoger y eran muchas tahúllas de almendros propiedad de Rafael, y las dos mujeres, que tenían mucho que disponer en el arreglo de la casa, que como la de Salamanca era grande y podían habitar en ella cuatro personas, más las que con el tiempo vinieran.
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Etiquetas: CUENTO, GUERRA CIVIL, Nº 106
105. EL CUENTO DE ISIDRO: "LA TRAMPA"
lunes, 11 de febrero de 2008
Era una casa de campo. Grande casa que en realidad eran dos pegadas por su parte trasera, siendo que una estaba orientada a levante y la otra a poniente, y eran sus tierras de huerta lindantes en la hijuela de riego por medio, acequia que servía por derecho a ambas haciendas.
De uno a otro predio, existía un leve desnivel del terreno, siendo la hijuela como un escalón entre ambas propiedades, que las comunicaba y que en cuyo margen más alto existía senda, que el derecho consuetudinario autorizaba el paso a regantes y miembros del Sindicato de Riegos de la Huerta; o lo que es lo mismo, que sólo unas pocas personas estaban autorizadas a transitar por la senda, la cual venía a concluir en el patio de la casa orientada a sol naciente. En esta casa vivían sus dueños que eran un matrimonio con una hija que cumplía dieciocho años por aquellos días del mes de agosto en que comienza nuestra historia.
Aquella moza, que era tan garrida y tan galana, como la Pepa Juana del poema de Arturo Cuyás, era el amor secreto de Julián, mozo dos años mayor que ella y también como ella, hijo único de los dueños de la casa orientada a sol poniente. Julián, al que todos llamaban Julianet, estaba, como ya hemos dicho, prendado de tan guapa moza, y muy creído de que ella le correspondía, porque aunque se reía muy disimuladamente de él, que algo pazguato, en sus ironías no veía desdén alguno, sino que pensaba que se hacía de valer esperando formalizar en algo más aquella buena amistad vecinal. Pero un día, vio Julianet que la chica charlaba muy animadamente con un chico de la ciudad. No le gustó la visita, y menos que estas se repitieran con asiduidad y que los padres hablaran del pretendiente, de manera muy positiva.
Julianet, pensaba y repensaba qué podría hacer para romper aquella relación, y de todas las argucias que meditó, al fin fue a decidirse por la más infantil de todas ellas. Se trataba de construir una trampa en la senda, por la que tenía la "desfachatez" de transitar el alicantino, siendo un paso privado, para ir a ver a su amada. No pensaba el celoso muchacho que cortejar a la chica era un asunto muy privado.
Este ardid de la trampa, lo había visto hacer a sus compañeros cuando de niño iba al Colegio de Santa Faz, y consistía en excavar un hoyo como de medio metro de profundidad y de casi la anchura de la senda que no lo era mucho más, y luego, cubrirlo con débiles cañitas y hojas de higuera, de parra u otro vegetal capaz de sostener una fina capa de tierra para cubrirla y que simulara que allí no existía peligro alguno. De esta manera quien por allí pasara, al pisar sobre tan débil cubierta caería irremisiblemente en el hoyo con el riesgo de romperse una pierna.
¡Romperse una pierna! –pensó Julianet- mejor, así no podría venir a ver a la chica. Y una mañana de domingo, cuando sus padres habían marchado al mercado, nada más salir estos de la casa, se puso a construir febrilmente la engañosa trampa, que a eso de las diez de la mañana estaba ya concluida, y había quedado tan disimulada que nadie sospecharía su existencia. A todo esto era casi la hora en que el pretendiente solía llegar los domingos por la mañana, y se apresuró a ir a su escondite desde donde podría ver la caída de su "enemigo" que así lo consideraba Julianet. Mas no se había acomodado bien, cuando vio con sorpresa que un hombre bajaba por la senda.
-Coll.-Exclamó- ¡Quién será? Si por aquí no suele pasar nadie que no venga a una de las dos casas, y en esto vio que era el guarda del campo el cual solía internarse por los pasos más insospechados.
-Hay que hacer algo para desviarle de la senda –dijo para sí- pero qué. Le diré... Le diré.. Ya sé que voy a regalarle un melón. Le llamó, le regaló el mejor melón del melonar que era allí mismo y le acompañó hasta la senda algo más adelente para evitar el obstáculo, y luego volvió a su escondite, pero no más estaría en él dos minutos cuando vio a un pescador que con su caña y la "barssa" caminaba por la senda.
-¡Xé! Un altre? ¿Qué pasa hoy que viene por aquí tanta gente? Ahora verás, voy a decirle al tipo ese que por aquí no se pasa, que vuelva atrás, pero es joven y fuerte y puede ponerse tonto. Mejor le regalo otro melón. Y repitió la operación que libró al guarda de caer en la trampa, y volvió de nuevo al escondite, pero nada más entrar en él cuando vio que dos jóvenes con la toalla bajo el brazo iban seguramente en busca de la playa. A estos los conocía y empleó el mismo procedimiento del melón y les preguntó por qué no iban a la playa por el camino como lo hacían siempre, a lo que le respondieron que había caído uno de esos grandes algarrobos que con el calor suelen desgarrarse, y había tapado el camino.
En esta melonera cuestión estaba pensando cuando escuchó un extraño tintineo, sonaba un acompasado sonido metálico como el de una campanilla, que se aproximaba y que de pronto apareció en el recodo de la senda: era el Santo Viático, el cura párroco acompañado por el sacristán que era portador de una sombrilla en una mano y en la otra la campanilla, haciéndola sonar con toda solemnidad.
¡Arrea! –Exclamó Julianet- ¡y ahora qué hago yo? A estos no puedo ofrecerles un melón. Y viendo que si no hacía alguna cosa con prontitud, el Santo Viático iba a sufrir un accidente, perdió julianet el control de sus actos y comenzó a correr hacia el párroco y el sacristán para detenerles y evitar que cayeran en la trampa; porque eso serìa terrible, pues aparte de que el hoyo era profundo lo había amedianado con excrementos de cerdo previamente disueltos con agua, y tanto ardor puso en la carrera, que no calculó bien la distancia y cayó en su propia trampa dislocándose el tobillo y llenándose de aquel horrible caldo que con tan mala idea había puesto en el hoyo.
El sacristán se apresuró a ayudarle a salir del agujero y comprobaron que Julianet no podía andar .
-¡Ya me he roto el pie! –Decía lastimero - ¡Ay Señor! Y en el colmo de la hipocresía dijo con un ictus de dolor: ¿Quién habrá hecho esto?
-Los chicos suelen hacer estas cosas. – Sentenció el sacristán- Y en esto estaban cuando llegó un joven que solícito ayudó a Julianet hasta llegar a la casa, y pidiéndole que se quitara el pantalón, sacó un cubo de agua del pozo de nacimiento y le lavó la suciedad que le llegaba hasta las rodillas. Luego le preguntó dónde podría encontrar un pantalón limpio: lo sacó de la cómoda de donde le indicó Julianet y le ayudo a colocárselo, después le tanteó el pie detenidamente y le aseguró que debía acudir a alguien que se lo compusiera. Si quieres – le dijo- voy a avisar al vecino para que enganche la tartana y te lleve al "Saluador".
Julianet le dio las gracias por sus atenciones y le aseguró que sus padres ya no tardarían y ellos le llevarían, y ya mas sereno se apercibió de quien era aquel joven: Se trataba, nada más y nada menos, que del noviete de la vecina. Y entonces, reconoció en silencio lo calamidad que era; Había caído en su propia trampa y luego el destinatario de ella estaba ayudándole tan amablemente, y pensó, que quizá su guapa vecina se merecía un tipo como aquel y no un campesino cobarde y celoso como él.
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104. EL CUENTO DE ISIDRO: "LA APUESTA"
jueves, 10 de enero de 2008

Inmediatamente se organizó el equipo de búsqueda que fue en dirección a la playa, y otro hacia la huerta en dirección noreste. El primero compuesto por miembros de la comisión y un par de voluntarios, y otro por muchachos del pueblo sin ninguna responsabilidad de cuanto pudiera hacer de perjuicio el animal en libertad.
Los primeros estuvieron toda la noche tras la pista de la fugitiva hasta que por fin la localizaron al amanecer cerca del cuartel de la Guardia Civil de la Albufereta, consiguiendo atraparla y conducirla entre todos a su corralillo de Sant Joan. Los segundos, que como ya se ha dicho iban por libre, cuando se cansaron de buscar, regresaron a sus casas a eso de las dos de la madrugada.
Juan era uno de los componentes de este grupo, y cuando llegó a su casa se encontró con que su hermana le dijo que el padre y la madre habían sido avisados de que la "Tía Toneta" que vivía en El Palamó, había muerto, y con la tartana se habían ido al velatorio.
- Pobre "Tía Toneta"- se lamentó Juan- aunque ella ahora es más feliz que yo.
- No te lamentes, Juan, que tú no tienes problemas; eres joven, estás sano, posees casa y tierras que otros no tienen, y además un duro en la cartera cuando es menester.
- Sí. Es cierto, tengo todo eso que dices, pero no lo que más deseo en el mundo. No tengo a María.
- Tú eso no se lo has dicho nunca a ella - le atajó su hermana-
- Pero lo sabe sobradamente.
- ¿Y cómo lo sabes tú, por el blanco de los ojos?
- Lo sé por su comportamiento, si me quisiera no haría ciertas cosas. Esta noche sin ir mas lejos, estaba bailando en la verbena con un tío, tan contenta ella.
- Te equivocas en eso de la parentela, porque con quien estaba bailando María no es su tío sino el marido de su prima la de El Campello. Que eres un miedica y muy celoso, Juan y los dedos te parecen convidados. ¿No has visto que estaba allí mirando como bailaban su mujer con la niña pequeña?
- Estas equivocada hermana, a María no le importo un rábano.
- Pues yo estoy segura que te equivocas, y por eso te voy a hacer una apuesta. Tú hucha contra la mía. Ya sabes lo interesada que soy y no me arriesgaría a perder si no estuviera segura de lo que digo.
- Mira hermana, que si acepto la apuesta va en serio y que luego no vale eso de que "era una broma" que si "perdóname". Si apostamos, el que pierda paga, y es el caso que tu tienes cien duros en la "vedriola" y yo sólo cincuenta.
- Sí lo se muy bien, me lo has dicho cien veces.
- ¿Y cómo es la apuesta?
- Es la siguiente. Si dentro de cinco minutos no está aquí María, te da un beso y te dice que te quiere, pierdo yo; y si lo hace, pierdes tú.
- Tú estás loca, son las dos de la mañana... y aunque fueran las dos de la tarde, eso no lo haría nunca María. ¿No será que en ausencia "dels pares" te has pegado un buen trago de "vi dolçet"?
- Tú sabes que no es ese mi punto flaco, estoy más serena que una noche de escarcha. ¿aceptas o no?
- Es una verdadera tontería, pero por curiosidad acepto, yo sé que esto será algún paso de teatro de los de ese grupo que te has apuntado, o que me pasarás la foto de María por la cara y dirás que me ha besado, pero en el remotísimo caso de que fuera cierto lo del beso y la declaración, yo no perdería, porque el amor de María vale para mí más que esos cincuenta duros, esta casa y esas tierras que antes me has nombrado. Así pues, sea como fuere, yo seré el ganador de la apuesta.
- Muy bien dicho, entonces aceptas.
- ¡Acepto, palabra! Y ¿Cuándo empieza eso?
- Ahora mismo, y con voz solemne dijo la chica: ¡Adelante María!
Y acto seguido se abrió la puerta de su habitación y apareció María, pálida, esbelta, vestida con un batín blanco y suelta su hermosa y negrísima melena. Caminaba descalza y sonreía; anduvo directa hacia Juan con los brazos abiertos, y cuando llegó a él le abrazó y le dio un beso fuerte y largo, muy largo, hasta que se separó y cumplió la última condición de la apuesta, diciendo:
- Juan, te quiero.
Juan, estaba tan sorprendido que no acertaba a hablar. María, que había aparecido pálida, estaba ahora colorada y sonreía sin cesar, y la hermana de Juan, lloraba de alegría.
- No sabéis lo feliz que me hacéis - dijo con entrecortadas palabras - viendo que mi mejor amiga será algún día mi cuñada. Y dirigiéndose a su hermano, le dijo: esta tarde me ha contado María lo mal que lo estaba pasando viéndote indiferente, y luego, cuando el padre y la madre han decidido ir a casa de la "tía Toneta", le he pedido que me hiciera compañía y durmiera conmigo esta noche. Luego, en la cama le he propuesto el plan, que ella ha aceptado con algo de miedo. Te hemos esperado impacientes, temerosas por tú tardanza, pensando si te habría sucedido algún percance en la búsqueda de la vaca, pero por fin has venido y ha quedado todo felizmente resuelto.
- Y bien - continuó la hermana - nosotras no hemos cenado y ahí está la cena que la madre ha preparado y que con lo de la "tía Toneta" no se ha tocado, y aunque son las dos y media , ¿qué os parece si ponemos la mesa y cenamos?. María sonreía feliz y Juan respondió por los dos:
- Nos parece de maravilla después de hacer una apuesta en la que hemos ganado todos.
ISIDRO BUADES RIPOLL
Cronista de la Villa de Sant Joan d'Alacant
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103. "¡TANTO POR HACER!"
viernes, 7 de diciembre de 2007
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102. EL CUENTO DE ISIDRO. "LA SIEGA DE MANAUEL"
viernes, 9 de noviembre de 2007
Aquel año, cuando amedianaba el mes de mayo, estaba contento porque tenía la mejor cosecha de trigo de toda su vida y ya soñaba, con ver los billetes que iba a cobrar de tan buena cosecha. Cuando la vendiera, ingresaría todo el dinero en el banco, pero antes, lo tendría unos días en su casa para disfrutar de él. Porque para Manauel, disfrutar del dinero no era gastarlo para ir al teatro; comer en casa de “El chico de la blusa”; comprarse unas buenas botas o hacer algún gasto. No, nada de eso. Disfrutar del dinero era tenerlo bien guardado en la cómoda y sacarlo de vez en cuando para olerlo. Mirarlo y remirarlo y contarlo cien veces. Eso era para él disfrutar del dinero. Porque si compraba todas esas cosas se quedaba sin él y ya no podía disfrutarlo. Pensaba, que en el teatro tiraba el dinero, porque una función era quitare dos o tres horas al sueño o al trabajo, para ver a cuatro inútiles hacer cucamonas que provocaban las risas de unos tontos, que se desternillaban de ver sus gestos y oír sus estúpidas palabras, pero que a él, ni puñetera gracia que le hacían. En cuanto a comprar unas botas, él tenía unas de media caña más de diez años, que le había puesto medias suelas el zapatero, y aunque tenían unos pelados de nada en las punteras, las lustraba con grasa de cordero y quedaban muy bien. Y comer en casa del “Chico de la blusa”, lástima dinero, porque con tres pesetas que costaba allí un “dinar”, compraba él bacalao inglés en el mercado y estaba comiendo arroz con bacalao y espinacas que cogía en su huerta, dos semanas. ¡Que no! Que el dinero era para tenerlo en casa y “disfrutarlo”.

-Yo puedo esperar- decía para sí Manauel. -Y cuando ya no quede siega por ahí, vendrán esos desmayados y me lo harán al precio que yo quiera-.
Así pues, los hermanos Baesses esperaron unos días y segaron cebadas y trigos en los campos vecinos, mientras que en los trigales de Manauel, las doradas y reventonas espigas se doblaban al sol, ya más que en sazón de ser recolectadas. Y llegó un día en que en los campos sólo se veían rastrojos y las eras, todas se hallaban en plena actividad de trilla, mientras que el trigal de Manuel permanecía a la espera de la hoz del segador. Y ocurrió al fin lo que Manauel había dicho, que aquellos “desmayados” hermanos Baesses fueron a segar su campo y aceptaron lo que les ofreció el tacaño, porque más valía segar barato, que estar en casa con los brazos cruzados. Así que, hecho el trato quedaron en comenzar la siega a la mañana siguiente.
Manauel se acostó aquella noche contento porque al fin, había ganado en la batalla económica, pues aunque sabía que el trigo tan seco, al segarlo caían algunas espigas al suelo, él se disponía a seguir a los segadores en calidad de espigador y no se perdería una sola espiga; o a lo sumo, si se cansaba, le daría dos reales diarios a una moza para que las recogiera.
Se acostó temprano porque a la mañana siguiente, nada más amanecer sabía que estarían allí los segadores y él, quería supervisar el trabajo, no fuera que le dejaran un rastrojo de dos palmos. Y nada más cenar, se fue a la cama contento y feliz. Pero ironías del destino. Serían como las tres de la mañana, un trueno terrible le despertó sobresaltado. Se levantó de un salto y fue a abrir la ventana de la habitación para ver qué ocurría, y al abrirla, ¡ho! Desgracia y desolación: estaba diluviando.
Se me revolcará el trigo- Exclamó. Algunas espigas se pudrirán y, cuanto costará de segar-. Me pedirán el doble ¡Ay! ¡Ay! ¡Dios mío! Y en esto fijándose bien en lo que caía del cielo, vio con espanto que era granizo: una fuerte granizada asolaba sus trigales.
En efecto, estaba granizando y destrozando su cosecha de trigo; y agarrándose a la ventana para no caerse al suelo, comenzó a llorar amargamente. Lloraba aquel que se reía de todos, pero la granizada le había tocado el alma. Por eso lloraba, porque Manauel tenía el alma en la cartera.
Soy un ruin tacaño- dijo sordamente. Qué más me daba a mi cuatro o cinco duros arriba o abajo? Era un tacaño, lo reconocía, pero este reconocimiento llegaba demasiado tarde
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101. EL CUENTO DE ISIDRO
miércoles, 3 de octubre de 2007
EL AMOR QUE VINO DE L'ILLA
José, seguía el oficio de su padre, que era el de carpintero como lo fue el de su abuelo, y ambos, padre e hijo, trabajaban en su taller, que si no les daba para reunir una fortuna, sí para vivir sin estrechuras económicas. Era José, miembro de la banda de música, de la Adoración Nocturna, poeta a escondidas y suscriptor de una revista literaria que le llegaba por correo puntualmente cada mes. Era un joven de muy buen ver y sobre todo, buena persona. Lo extraño, era que habiendo tantos “desgarramantas” en el pueblo con novia, él no la tuviera.
Se le habían conocido dos o tres escarceos con chicas de lo mejor del pueblo, pero que habían quedado en nada y no es que era José un casanova, sino que se había dado cuenta que ninguna de ellas era su media naranja, y antes de que fuese un disgusto la ruptura, lo había dejado.
Pero la apacible vida de José, no iba a durar mucho tiempo, porque aquella actitud suya por la cual todas las mujeres tenían un “pero” y no llegaban a agradarle para futuras esposas, se acabó cuando conoció a una joven que todos los primeros viernes de mes, llegaba en el tranvía al pueblo para oír misa de nueve en la iglesia parroquial.
A José le impresionó la chica, porque a decir verdad era guapa moza: morena, alta y garbosa; y su cara tostada pro el sol, la más bella que él había visto en toda su vida.

Preguntó por ella a los más cotillas del pueblo y ninguno la conocía, pues solamente sabían que hacía ya varios meses, la veían bajar del tranvía y dirigirse a la iglesia para oír misa, que contribuía generosamente a la bandeja y que luego se marchaba nuevamente en el tranvía y no aparecía hasta el primer viernes del siguiente mes.
Intentó hablar con ella pero no fue posible, pues, seguramente, pensó, que siendo una chica tan guapa estaría acostumbrada a que muchos hombres intentaran, y los esquivaba de una manera tajante.
Este pequeño fracaso, acrecentó su interés y se le ocurrió seguirla al siguiente viernes cuando tomara el tranvía y así averiguar dónde vivía. Lo hizo lo más disimuladamente posible y estaba seguro de que ella no se había apercibido de su presencia, porque en el tranvía había estado durante todo el trayecto lo más alejado posible y ocultando la cara con un periódico que había comprado en el quiosco de la plaza del Ayuntamiento.
La chica bajó del tranvía en la Explanada de España y José, pensó que era allí donde vivía, pero ella siguió explanada adelante y se dirigió luego al puerto pesquero.
-¿Dónde vivirá esta muchacha?- pensaba José mientras la seguía a prudente distancia, ¿Será en una dependencia de empleados del puerto? Pero pronto averiguó que no era así, pues vio que la chica se detenía junto a una de las barcas pesqueras amarradas en el puerto, que al verla sus tripulantes pusieron en marcha el motor y que uno de ellos fue hasta la proa y dándole la mano la ayudó a subir a bordo. Entonces ella, que durante el camino pareció ignorarle, volviéndose graciosamente hacia él le sonrió y le saludó con la mano repetidamente, mientras el pesquero empezaba a alejarse lentamente. José se sorprendió con esta actitud de la joven y se animó, porque al menos, se había fijado en él. Entonces se acercó a otra barca que estaba próxima y que sus marineros se habían percatado de la despedida de la muchacha, y se enteró por ellos de que el marinero que la había ayudado a subir, era su padre y que todos eran vecinos de la isla de Tabarca.
No tuvo José paciencia para esperar hasta el primer viernes del siguiente mes, y dos días más tarde, que era domingo, alquiló en el puerto un pequeño velero y muy temprano arribaba a la isla.
Durante la travesía explicó al dueño del velero el motivo de su viaje, y aunque el hombre era asiduo de Tabarca, no acertó a saber quien pudiera ser la muchacha que pretendía.
En el momento de su llegada era la hora en que finalizaba la misa en la pequeña iglesia isleña, y José se situó cerca por si su chica había asistido a ella. No tuvo que esperar mucho, pues al instante la vio salir cogida del brazo de un hombre llevando ambos dos niñas pequeñas de la mano que pronto averiguó que eran las dos niñas mellizas hijas del matrimonio; pues una mujer mayor que también salía del templo les decía de esta manera:
-Seguís con la tradición de la familia, ya son vuestras niñas la cuarta generación de mellizas que conozco, todas tan iguales, tan morenitas, tan guapas. Y pasaron por su lado sin que ninguno de ellos le dirigiera ni el menor saludo. Ella le miró y siguió su camino con la misma naturalidad del que se cruza con una persona que no ha visto jamás.
Se quedó como si le hubiesen arrojado un cubo de agua fría sobre la cabeza, y de momento, no acertaba hacia dónde dirigirse ni qué hacer, hasta que se repuso y marchó al puerto para pedirle al dueño del velero que le devolviera a Alicante. El hombre se había marchado a tomar un bocadillo a un chiringuito de la isla y José decidió esperarle sentado sobre un fardo de cuerdas que allí había, y casi estuvo a punto de derramar una lágrima.
Adiós a todas sus ilusiones. A la casa que pensaba montar en la Rambla para casarse, a la tartana que ya tenía vista para ir en los veranos a la barraca de la playa, y aquella cadena de oro de dos vueltas que le compraría en la ciudad con la imagen del Cristo, porque se decía en el pueblo que aquellas visitas de la chica los primeros viernes del mes a la iglesia, eran en acción de gracias, porque hallándose en medio de un fuerte temporal su padre, su hermano y otros dos marineros, se aclamaron al Cristo de la Paz y se vieron milagrosamente salvados. Pues es cierto, que los tabarquinos son muy devotos del Cristo de Sant Joan y que en varias ocasiones, se les ha visto ir a su iglesia para dar gracias por un favor. Así pues, la familia de la chica de que se había enamorado José, no era la primera que hacía este viaje para cumplir una promesa hecha en un momento de angustia.
Pensando en estas cosas estaba José, cuando regresó el marinero al puerto, y al verle con tal cara de aflicción, le preguntó por el motivo y él, que en esos momentos necesitaba mucho desahogar su disgusto, le relató lo que acababa de suceder en la puerta de la iglesia.
El hombre le escuchó con mucha atención y dibujándose en sus labios una sonrisa que José cabizbajo no vio, le dijo que tenía que ir al “poble” por algo importante pero que regresaría en un instante.
El chico nada respondió ni se movió de su asiento, ofreciendo un aspecto de hombre derrotado que daba lástima verle, y el marinero, que volvió la mirada hacia él, en vez de compadecerle, sonrió nuevamente y siguió presuroso la marcha.
Ya ves –se decía así mismo José- tu que no quisiste a Rosa, tan buena chica, rica, guapa...; ni a María, que era la mejor del pueblo; ni a aquella maestra de escuela que estaba loca por ti. Has venido a enamorarte de una forastera casada y con dos mellizas. ¡Que calamidad eres, Pepe! Y en lo de calamidad estaba cuando escuchó y vio, que el marinero regresaba acompañado de varias persona. Y cuando volvió la vista lo primero que vio fue a su amada con el marido y las dos niñas chicas.
-Este hombre está loco- pensó viendo al marinero que no cesaba de sonreír. ¡Que complicación ha organizado trayendo a la mujer que yo quiero y al marido! Aquí va a haber problemas y no pequeños; y en esto, vio que detrás del matrimonio llegaba otra persona, una joven que le sonreía y caminaba hacia él resueltamente.
¡Santo Cielo! –Exclamó José maravillado- Esta sí que es la que yo he venido a buscar, no la de las niñas. Y en aquel instante comprendió lo que dijo aquella mujer mayor a la salida de la iglesia “sigues con la tradición de la familia, ya son tus niñas la cuarta generación de mellizas”.
Entonces habló por primera vez su amada, cuya voz le pareció la de un ángel, que dirigiéndose al marinero pronunció estas palabras: -Visconti, ahora iremos a mi casa para que mi madre conozca a tu pasajero, pues mi padre ya lo vio anteayer en el puerto de Alicante; comeremos allí todos, estás invitado.
Terminada la comida, el marinero marchó al chiringuito a charlar un rato con los amigos, los cuales ya hacía mucho tiempo que no veía. El padre se echó un rato a la siesta; la madre se puso a trajinar por la casa y el matrimonio se fue a la suya con las mellizas; comprendiendo todos con muy buen criterio, que la pareja tenía mucho qué hablar, y así fue, hablaron mucho y de provecho, porque quedaron de acuerdo en que empezarían una nueva etapa de su vida en el pueblo de Sant Joan, para ver si eran capaces de seguir la tradición familiar de las mellizas.
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101. LES COSES DE BATISTE
El hombre importante
Aparentemente bueno, inteligente e importante ¡Casi nada cree ser el hombre! Y para coronarse de compasivo, cuando hay quien lo vea, deposita un donativo a cualquier causa noble ¿Qué se lo arrancan del alma? Sí. Pero lo hace con una sonrisa dulce que engaña a todos. A todos menos a Batiste que lo conoce bien.
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