106. CUENTO DE ISIDRO: "CONFLICTO FAMILIAR EN SANT JOAN"

Era la mañana del 15 de septiembre de 1936, tercer mes de guerra, y Rafael se levantó temprano porque desde las cuatro de la madrugada que no podía conciliar el sueño recordando años de paz. Era día del Cristo y todo el mundo estaba en su trabajo como un día cualquiera. La iglesia cerrada ponía luto en el corazón de muchos sanjuaneros: todos lo recordaba pero ninguno se atrevía a hablar del asunto.

Rafael fue a despertar a su sobrino a la hora de costumbre y comprobó que este ya no estaba en la cama, y pensó que se había ido a la huerta porque no quería permanecer en el pueblo un día tan señalado.

Julieta, la esposa de Rafael, se levantó más tarde y al ver que no estaba su sobrino le preguntó al marido por él, quien le dijo lo que pensaba, pero ella no se conformó con la respuesta y entró en la habitación para cerciorarse, saliendo al instante, pálido el rostro y en la mano una hoja de papel que entregó a su marido. Tío –decía la nota- Me marcho voluntario a la guerra, no tengo otra opción. No creo que vuelva al pueblo, porque si no me matan, cuando esto termine, me marcharé lejos de aquí. Juan.

No podía comprender Rafael la causa por la que su sobrino había tomado semejante decisión. Estaba en la casa como si fuera un hijo, disponiendo de buena ropa y llevaba un duro en la cartera, cosa que no todos sus amigos tenían. Parecía un muchacho feliz y nada partidario de aquella guerra entre hermanos a la cual se había ido voluntario. Algún motivo grande tendría, y grande tenía que ser para que un muchacho sensato como Juan obrara de aquella manera, de eso estaba seguro Rafael, pero ¿Cuál podía ser el problema?

Veamos pues lo que sucedió. Juan había perdido a su padre que era el hermano mayor de Rafael, cuando era casi un niño, y la madre a los 18 años, por eso como ambos hermanos siempre se habían llevado bien, Juan fue a vivir a casa de sus tíos que no eran mucho mayores que él. Rafael, contaba a la sazón treinta años, y Julieta su esposa 26. Julieta era una mujer muy temperamental que nada más entrar Juan en la casa comenzó a colmarle de atenciones que el bueno de Rafael pensó que eran debido a su orfandad y para que comprendiera que allí se le aceptaba con gusto. Juan, al principio se hacía el desentendido y llegó a el momento que ella le perseguía tenazmente y él la esquivaba como podía, pero comprendía que siendo una mujer muy atractiva llegaría un momento que cedería, y para evitarlo, decidió abandonar la casa. Pero ¿dónde ir? Pues a la guerra y que fuera lo que Dios quiera. Así pues, sin decírselo a su tío se inscribió y abandonó la casa silenciosamente la madrugada del 15 de septiembre de 1936.

Tuvo un breve periodo de instrucción en Cartagena y antes de un mes, estaba en el frente de combate: Madrid, Brunete, Teruel y por fin Extremadura donde acabó la guerra. Durante este tiempo, muchas veces vio cerca la muerte, pero salió ileso sin que una sola bala, un trozo de metralla o los quince grados bajo cero de la batalla de Teruel, acabaran con él. Más el cese del fuego, no fue el final del sufrimiento, pues estuvo retenido un año en un campo de trabajo cerca de Salamanca y el día 1 de abril de 1940 era puesto en libertad.

¿Qué hacer entonces? Sin dinero, sin trabajo, en Salamanca donde no conocía a nadie y soldado del bando vencido. Comenzó a andar carretera adelante sin rumbo fijo y se dirigió sin saber por qué a la estación del ferrocarril; quizá pensando que alguno de aquellos trenes podrían llevarle hasta su amada tierra; pero no, eso no podía ser. Su gran secreto se lo impedía, él no podría volver jamás a su pueblo. Allí estaba ella que no le perdonaría jamás haber rehusado sus encantos y le enemistaría con su tío que era un santo. Pero esto no sería lo peor, pues si su tío la creía a ella, le cerraría la puerta de su casa aunque no sería capaz de hacerle ningún daño: lo peor era lo que nadie sabía, que él estaba perdidamente enamorado de ella desde la primera semana de entrar en aquella casa.

Eran las cinco de la tarde y desde las siete de la mañana en que había tomado un caldo negro al que llamaban café, que no había comido nada. Sentía hambre y desfallecimiento pero seguía andando, dejó atrás la estación con sus ruidos y tráfico de gentes presurosas y, de pronto escucho el tañido de una campana muy cerca de él, comprobando que se hallaba junto a la puerta de una iglesia; entró en ella y tomó asiento en uno de los últimos bancos, que se hallaba completamente vacío. Salió el sacerdote y comenzó el oficio. Primero fueron rezos y luego cánticos, los mismos que en el pueblo, que le hicieron sentirse transportado a los años de su adolescencia. Se arrodilló y lo hizo con gozo sin sentirse obligado a hacerlo como ocurría en las misas de campaña del campo de trabajo, y por primera vez, en mucho tiempo se sintió a gusto; en paz, y sin temor a nada, y tanto fue así, que terminó la función religiosa sin apercibirse de que los fieles abandonaran el templo y sólo él permanecía allí arrodillado con la cabeza apoyada en sus manos sobre la madera del reclinatorio. De pronto, notó que alguien le tocaba suavemente la cabeza, era el párroco, un hombre de unos sesenta años que con una sonrisa bondadosa en los labios, le dijo: -¿Puedo ayudarte en algo?

Un poco sorprendido Juan, le respondió que no y le dio las gracias por su atención, pero el sacerdote insistió y ante su insistencia, no pudo seguir negando y en breves palabras le explicó su situación.

-Ven conmigo- dijo el cura- Juan le siguió y saliendo de la sala, atravesaron la sacristía y entraron en la vivienda del sacerdote, yendo directos a la cocina, y una vez allí, le preparó una taza de leche caliente y unas tostadas con mantequilla.

Juan lo tomó con avidez aunque tratando de no parecer mal educado.

Luego, le hizo pasar a un pequeño cuarto de aseo para que se lavara y afeitara, y hecho esto le ofreció una muda y luego un pantalón negro y un suéter de lana gris. Cuando salió del aseo, tenía un aspecto distinto, pues lavado y afeitado, y con aquella ropa limpia, parecía haber rejuvenecido diez años. Entonces el sacerdote le hizo tomar asiento cerca de la chimenea que tenía encendida y le ofreció un cigarrillo.

Juan lo rehusó con una sonrisa diciendo. No, gracias, aún no he aprendido a fumar.

Mucho mejor, hijo, yo si que tengo ese vicio, y tomando asiento frente a él comenzó a fumar. Luego dijo:

-¿Cuándo piensas volver a tu pueblo?

-No pienso hacerlo, padre, no puedo. Me quedaré aquí o iré a otro lugar, pero no a mi pueblo. Le contaré, si usted quiere oírme, porque no quiero volver a mi pueblo.

Cuando terminó Juan su relato, tardó el sacerdote unos segundos en comenzar a hablar y le dijo así: -Yo puedo darte unos días de trabajo adecentando un poco el jardín de la iglesia que está muy descuidado y puedo hablar para que te den una cama mientras estés en esta ciudad: esta noche puedes dormir aquí.

Los días de arreglo del jardín se convirtieron en semanas y luego en meses porque en la iglesia siempre había alguna cosa que reparar: una luz, una gotera, … Y él era mañoso. Oía misa todos los días y comía en la mesa del sacerdote que parecía encontrarse muy complacido de su comportamiento. Leía libros y periódicos y apenas salía de la iglesia, y al cabo de un año conoció a María. Una muchacha que iba todas las tardes al vía crucis. Simpatizaron desde el primer momento, y era aquella el polo opuesto a la mujer de sus sueños, a Julieta. Tímida, bondadosa y formal; quizá por eso le agradó a Juan, pues ella no era nunca la que tomaba la iniciativa en nada, luego con mucho juicio exponía lo que le agradaba o no.

María vivía con su madre que era viuda de un capitán de artillería que había muerto heroicamente en la guerra. Siendo el caso que al principio se opusiera a aquella relación de su hija aunque después de tratar a Juan acabó accediendo y al año les insinuó el matrimonio aunque a Juan no le satisfacía la idea ya que el sueldo que cobraba en la iglesia no era suficiente para formar una familia; y aunque se lo hizo notar a la futura suegra, ella no le dio importancia a la cuestión, y se la notaba muy animada con la idea de la boda. Le dijo a poco que tenía que viajar a Madrid y en cuanto regresara podrían empezar a realizar arreglos de obra en la casa para instalarse en ella, ya que era una casa grande en la que podían vivir muchas personas.

La madre realizó el viaje y contra lo que había dicho sobre que serían tres o cuatro días a lo sumo, tardó el doble y cuando lo hizo fue para causarle una gran sorpresa a Juan, pues había regresado acompañada de su tío Rafael.

Al verle se quedó indeciso porque no sabía como iba a actuar su tío, pero pronto salió de dudas porque éste se le abrazó llorando y no cesaba de decirle:

Lo sé todo, lo sé todo, querido sobrino, eres un hombre; muy pocos hubieran hecho lo que hiciste tú. Y ya cuando estuvo calmado, le relató que su mujer le había abandonado e intentado embarcar en el "Stanbrook" con un comandante de carabineros, y que al no lograrlo contrataron una barca pesquera a cambio de mucha plata para que les llevara a Argelia, ocurriendo, que a mitad de camino se encontraron con un fortísimo temporal de levante que hundió el pesquero pereciendo todos en el naufragio.

Cuando Rafael terminó de hablar lo hizo la madre de María para decirles lo que menos esperaban oír.
-Desde hace un año estamos en contacto Rafael y yo, y nos hemos escrito unas treinta cartas y telefoneado muchas veces, y por fin, nos hemos conocido personalmente en Madrid. Bien, a consecuencia de lo dicho, nuestros planes, son los siguientes, que el día de vuestro casamiento, serán dos bodas, que se celebrarán, la vuestra y la nuestra. Y se cogió del brazo de Rafael.
María y Juan se miraron sorprendidos y luego reaccionando, se fundieron los cuatro en un abrazo. La casa de Salamanca se vendió. Se celebró la boda en la misma iglesia y los nuevos matrimonios marcharon a Sant Joan, pues la cosecha estaba buena para recoger y eran muchas tahúllas de almendros propiedad de Rafael, y las dos mujeres, que tenían mucho que disponer en el arreglo de la casa, que como la de Salamanca era grande y podían habitar en ella cuatro personas, más las que con el tiempo vinieran.
ISIDRO BUADES RIPOLL
Cronista de la Villa de Sant Joan

Publicado porAlfredo en 23:59  

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