101. EL CUENTO DE ISIDRO


EL AMOR QUE VINO DE L'ILLA


José, seguía el oficio de su padre, que era el de carpinte
ro como lo fue el de su abuelo, y ambos, padre e hijo, trabajaban en su taller, que si no les daba para reunir una fortuna, sí para vivir sin estrechuras económicas. Era José, miembro de la banda de música, de la Adoración Nocturna, poeta a escondidas y suscriptor de una revista literaria que le llegaba por correo puntualmente cada mes. Era un joven de muy buen ver y sobre todo, buena persona. Lo extraño, era que habiendo tantos “desgarramantas” en el pueblo con novia, él no la tuviera.

Se le habían conocido dos o tres escarceos con chicas de lo mejor del pueblo, pero que habían quedado en nada y no es que era José un casanova, sino que se había dado cuenta que ninguna de ellas era su media naranja, y antes de que fuese un disgusto la ruptura, lo había dejado.


Pero la apacible vida de José, no iba a durar mucho tiempo, porque aquella actitud suya por la cual todas las mujeres tenían un “pero” y no llegaban a agradarle para futuras esposas, se acabó cuando conoció a una joven que todos los primeros viernes de mes, llegaba en el tranvía al pueblo para oír misa de nueve en la igl
esia parroquial.

A José le impresionó la chica, porque a decir verdad era guapa moza: morena, alta y garbosa; y su cara tostada pro el sol, la más bella que él había visto en toda su vida.


Preguntó por ella a los más cotillas del pueblo y ninguno la conocía, pues solamente sabían que hacía ya varios meses, la veían bajar del tranvía y dirigirse a la iglesia para oír misa, que contribuía generosamente a la bandeja y que luego se marchaba nuevamente en el tranvía y no aparecía hasta el primer viernes del siguiente mes.

Intentó hablar con ella pero no fue posible, pues, seguramente, pensó, que siendo una chica tan guapa estaría acostumbrada a que muchos hombres intentaran, y los esquivaba de una manera tajante.


Este pequeño fracaso, acrecentó su interés y se le ocurrió seguirla al siguiente viernes cuando tomara el tranvía y así averiguar dónde vivía. Lo hizo lo más disimuladamente posible y estaba seguro de que ella no se había apercibido de su presencia, porque en el tranvía había estado durante todo el trayecto lo más alejado posible y ocultando la cara con un periódico que había comprado en el quiosco de la plaza del Ayuntamiento.


La chica bajó del tranvía en la Explanada de España y José, pensó que era allí donde vivía, pero ella siguió explanada adelante y se dirigió luego al puerto pesquero.


-¿Dónde vivirá esta muchacha?- pensaba José mientras la seguía a prudente distancia, ¿Será en una dependencia de empleados del puerto? Pero pronto averiguó que no era así, pues vio que la chica se detenía junto a una de las barcas pesqueras amarradas en el puerto, que al verla sus tripulantes pusieron en marcha el motor y que uno de ellos fue hasta la proa y dándole la mano la ayudó a subir a bordo. Entonces ella, que durante el camino pareció ignorarle, volviéndose graciosamente hacia él le sonrió y le saludó con la mano repetidamente, mientras el pesquero empezaba a alejarse lentamente. José se sorprendió con esta actitud de la joven y se animó, porque al menos, se había fijado en él. Entonces se acercó a otra barca que estaba próxima y que sus marineros se habían percatado de la despedida de la muchacha, y se enteró por ellos de que el marinero que la había ayudado a subir, era su padre y que todos eran vecinos de la isla de Tabarca.


No tuvo José paciencia para esperar hasta el primer viernes del siguiente mes, y dos días más tarde, que era domingo, alquiló en el puerto un pequeño velero y muy temprano arribaba a la isla.


Durante la travesía explicó al dueño del velero el motivo de su viaje, y aunque el hombre era asiduo de Tabarca, no acertó a saber quien pudiera ser la muchacha que pretendía.


En el momento de su llegada era la hora en que finalizaba la misa en la pequeña iglesia isleña, y José se situó cerca por si su chica había asistido a ella. No tuvo que esperar mucho, pues al instante la vio salir cogida del brazo de un hombre llevando ambos dos niñas pequeñas de la mano que pronto averiguó que eran las dos niñas mellizas hijas del matrimonio; pues una mujer mayor que también salía del templo les decía de esta manera:


-Seguís con la tradición de la familia, ya son vuestras niñas la cuarta generación de mellizas que conozco, todas tan iguales, tan morenitas, tan guapas. Y pasaron por su lado sin que ninguno de ellos le dirigiera ni el menor saludo. Ella le miró y siguió su camino con la misma naturalidad del que se cruza con una persona que no ha visto jamás.


Se quedó como si le hubiesen arrojado un cubo de agua fría sobre la cabeza, y de momento, no acertaba hacia dónde dirigirse ni qué hacer, hasta que se repuso y marchó al puerto para pedirle al dueño del velero que le devolviera a Alicante. El hombre se había marchado a tomar un bocadillo a un chiringuito de la isla y José decidió esperarle sentado sobre un fardo de cuerdas que allí había, y casi estuvo a punto de derramar una lágrima.


Adiós a todas sus ilusiones. A la casa que pensaba montar en la Rambla para casarse, a la tartana que ya tenía vista para ir en los veranos a la barraca de la playa, y aquella cadena de oro de dos vueltas que le compraría en la ciudad con la imagen del Cristo, porque se decía en el pueblo que aquellas visitas de la chica los primeros viernes del mes a la iglesia, eran en acción de gracias, porque hallándose en medio de un fuerte temporal su padre, su hermano y otros dos marineros, se aclamaron al Cristo de la Paz y se vieron milagrosamente salvados. Pues es cierto, que los tabarquinos son muy devotos del Cristo de Sant Joan y que en varias ocasiones, se les ha visto ir a su iglesia para dar gracias por un favor. Así pues, la familia de la chica de que se había enamorado José, no era la primera que hacía este viaje para cumplir una promesa hecha en un momento de angustia.


Pensando en estas cosas estaba José, cuando regresó el marinero al puerto, y al verle con tal cara de aflicción, le preguntó por el motivo y él, que en esos momentos necesitaba mucho desahogar su disgusto, le relató lo que acababa de suceder en la puerta de la iglesia.


El hombre le escuchó con mucha atención y dibujándose en sus labios una sonrisa que José cabizbajo no vio, le dijo que tenía que ir al “poble” por algo importante pero que regresaría en un instante.


El chico nada respondió ni se movió de su asiento, ofreciendo un aspecto de hombre derrotado que daba lástima verle, y el marinero, que volvió la mirada hacia él, en vez de compadecerle, sonrió nuevamente y siguió presuroso la marcha.


Ya ves –se decía así mismo José- tu que no quisiste a Rosa, tan buena chica, rica, guapa...; ni a María, que era la mejor del pueblo; ni a aquella maestra de escuela que estaba loca por ti. Has venido a enamorarte de una forastera casada y con dos mellizas. ¡Que calamidad eres, Pepe! Y en lo de calamidad estaba cuando escuchó y vio, que el marinero regresaba acompañado de varias persona. Y cuando volvió la vista lo primero que vio fue a su amada con el marido y las dos niñas chicas.


-Este hombre está loco- pensó viendo al marinero que no cesaba de sonreír. ¡Que complicación ha organizado trayendo a la mujer que yo quiero y al marido! Aquí va a haber problemas y no pequeños; y en esto, vio que detrás del matrimonio llegaba otra persona, una joven que le sonreía y caminaba hacia él resueltamente.


¡Santo Cielo! –Exclamó José maravillado- Esta sí que es la que yo he venido a buscar, no la de las niñas. Y en aquel instante comprendió lo que dijo aquella mujer mayor a la salida de la iglesia “sigues con la tradición de la familia, ya son tus niñas la cuarta generación de mellizas”.


Entonces habló por primera vez su amada, cuya voz le pareció la de un ángel, que dirigiéndose al marinero pronunció estas palabras: -Visconti, ahora iremos a mi casa para que mi madre conozca a tu pasajero, pues mi padre ya lo vio anteayer en el puerto de Alicante; comeremos allí todos, estás invitado.


Terminada la comida, el marinero marchó al chiringuito a charlar un rato con los amigos, los cuales ya hacía mucho tiempo que no veía.
El padre se echó un rato a la siesta; la madre se puso a trajinar por la casa y el matrimonio se fue a la suya con las mellizas; comprendiendo todos con muy buen criterio, que la pareja tenía mucho qué hablar, y así fue, hablaron mucho y de provecho, porque quedaron de acuerdo en que empezarían una nueva etapa de su vida en el pueblo de Sant Joan, para ver si eran capaces de seguir la tradición familiar de las mellizas.


ISIDRO BUADES RIPOLL

Publicado porAlfredo en 9:59  

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