110. EL MIEDO

Roberto se sentía plenamente feliz aquella noche, había abierto su mercería hacía una semana y el pueblo, respondía muy positivamente; y por fin, Marieta, la chica más guapa y simpática del pueblo, le había aceptado.

Aquella misma noche la había pedido a su padres, y era plenamente dichoso sentado en la “caria de boix” al lado de su novia, aunque bajo la mal disimulada mirada de la futura suegra. Le iban bien los negocios, le correspondía la moza que amaba desde niño, y había podido evadir el servicio militar por ser hijo de viuda, aunque haciendo la trampita de registrar a nombre de su tío el negocio. La verdad era que se sentía muy feliz, dichoso, tranquilo, rebosante de satisfacción.

Era sábado, uno de agosto, y cuando daban lentas y acompasadas las diez en el reloj de la iglesia y ya iba a despedirse de Marieta, ella le advirtió: - Roberto, mañana tendrás que venir a verme a la casa de la Huerta, nos vamos todo el mes a recoger la cosecha de la almendra.

Pues muy bien –le repuso. Por verte a ti soy capaz de ir a cualquier parte; mañana es domingo, y como no abro la tienda por la tarde, a eso de las cinco allí estaré.

A eso de las cinco ya estaba Marieta hecha una rosa, con la cara lavada y puesto un vestido nuevo esperando a Roberto en la puerta de la casa de campo, sentada en el banco de piedra bajo el parral de “valenci”.

No se hizo esperar, y allí se presentó el enamorado con sus alpargatas nuevas, pantalón de sargara gris y una camisa de popelín blanca con cuello redondo que le daba cierto aire de distinción.

Pusiéronse a pasear por el patio que había frente a la casa, y luego, cuando ya se cansaron de paseos, tomaron asiento en el banco de piedra, al amparo del parral de “valenci” del que colgaban numerosos racimos maduros, envidia de los golosos gorriones que por la proximidad del parral a la casa no se atrevían a visitar.

Allí charlaron felices toda la tarde. A eso de las seis salió el padre con señales de haber dormido su buena siesta. Saludó y fue a darle de beber a la mula y servirle una “mescla” de paja y fresca alfalfa en el pesebre que había bajo del almez. Luego se puso a trajinar con la almendra que se secaba extendida en el “safarig”. Mientras tanto a la madre se la oía activa por la cocina, y cuando ya el sol se aproximaba a las sierras de poniente y hacía pensar a Roberto en su regreso al pueblo, salió de su cocina la mujer y le anunció con inconfundible gesto de complacencia en su cara, que estaba invitado a cenar.

Se puso la mesa en la que el plato importante era el conejo frito con tomate acompañado de la rica ensalada, las longanizas rojas a la brasa, y tras la roja sandia, unos almendrados remojados con viejo “fondellol”. ¡Magnífico! Buenísimo todo. Y entre unas cosas y otras tocaron las nueve: era noche cerrada.

Tras agradecer tan magnifica cena y despedirse de los padres y luego de Marieta, al amparo de la puerta semiabierta, decidió marchar. Fuera del rayo de luz que el carburero proyectaba sobre el patio, lo demás era noche oscura, y de pronto ante la súbita oscuridad apareció el miedo, comenzaron a temblarle las piernas y sentir un miedo horrible que le prevenía contra el mundo nocturno a campo abierto, era una situación angustiosa contra lo desconocido, se sentía amedrentado por la oscuridad en la que cada algarrobo o cada olivo que bordeaba el camino aparecía como un monstruo de aquel mundo negro dispuesto a engullirle. Gracias a que el temblor de las piernas en vez de paralizárselas les dio alas para emprender una alocada carrera que solo cesó al llegar a las primeras casas del pueblo con sus luces. Bajo del primer farol se detuvo y secó el sudor de su cara con el blanco pañuelo, y cuando hubo recobrado el aliento, algo mas sereno, marchó con el paso sosegado a su casa de la calle Mayor.

Sus padres estaban tomando el fresco con los vecinos en la puerta de enfrente, y dándoles las buenas noches entró en su casa encendiendo la “llum létrica” que habían instalado recientemente. Aquella luz clara de las lámparas incandescentes le devolvió la calma, y tras lavarse la cara entró en su alcoba dispuesto a acostarse. E iba a desnudarse, pero antes, al ver la negrura de la noche por la ventana que daba a la Huerta, la cerró, y lo hizo con tal violencia, que, su madre, que en ese momento entraba en la casa, le llamó diciéndole:

-¿Qué ocurre, Robertet?

- Nada, madre, - le respondió – es que acabo de abrir la ventana.

Estuvo pensando hasta las tres de la mañana y al fin llegó a la conclusión que no volvería a la casa de campo a festear con Marieta, pasara lo que pasara. No podía volver a soportar el terror que le producía la oscuridad del campo en plena noche con la presencia de aquellas brumosas sombras que surgían súbitamente por doquier. Aunque la idea de perder a Marieta se le clavaba como una daga en el corazón.

A la noche siguiente no fue al campo, y Marieta no se inquietó, conocedora como era de la costumbre del cortejo de la época, martes, jueves, sábado, más domingos y festivos: aunque sí al día siguiente, que cansada de esperar en vano se acostó y lloró en silencio hasta la media noche. El jueves tampoco apareció el prometido, ni el sábado; y el domingo en la mañana, con la excusa de asistir a misa fue al pueblo y pasó por la tienda. No estaba enfermo Roberto como ella llegó a pensar, estaba allí entre sus encajes, sus botones y sus medias, discutiendo sonriente con las clientas, calidades y precios.

Esperó que salieran las mujeres y entró decidida. Él al verla palideció, y con una voz que apenas salía de su garganta le dijo:

¡Hola! Marieta, y luego con un valor muy extraño en un cobarde le explicó con claridad cual era su problema.

Ella enrojeció que parecía que le iba a estallar la sangre en las mejillas, y sin decir palabra alguna le propinó una sonora bofetada y luego salió furiosa de la mercería.

La bofetada le partió el labio inferior a Roberto, y al instante entró la hija de los vecinos de enfrente, que al ver la sangre que le manaba abundante del labio sacó un pañuelito perfumado que llevaba entre sus voluminosos senos y le limpió la cara.

-¿Cómo te has hecho eso, Robertet? –le dijo mimosa.

El le explicó que había caído una de aquellas cajas de madera que tenía en las estanterías altas y le había golpeado en la cara.

La curación del labio fue el principio, y luego, poco a poco le curó la vecina regordeta, aunque no del todo, el mal de amores. Era amable la chica y muy condescendiente y estaba prendada desde siempre de su vecino Roberto. A nada le contradecía, y le escuchaba siempre con una sonrisa dulce en los labios. Y además, tenía una cualidad recién descubierta por el tendero, que poseía gran habilidad para convencer a las clientas, como había demostrado en algunos momentos que por la aglomeración de la clientela le había ayudado en la venta.

Pasaron cinco años, y casi sin darse cuenta se encontró Roberto una mañana de abril, postrado ante el altar parroquial teniendo al lado a la regordeta vestida con el traje blanco de novia; y no fue este un mal suceso, pues la chica valía un Perú. Era aseada, buena cocinera y como ya sabemos, hábil dependienta de mercería. Le dio tres hijos, dos niñas y un varón, y supo comprender siempre, qué clase de marido tenía, pues aunque a todo decía que sí, no era tonta, sino todo lo contrario, conocía muy bien los miedos de Roberto y quién era la dueña de su corazón.

ISIDRO BUADES RIPOLL
Cronista de la Villa de Sant Joan

Publicado porAlfredo en 17:15  

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