Me voy de viaje al cielo
¿Te vienes, lo quieres ver?

Al principio todo fue bien, pero así como iban elevándose desaparecía el calorcillo de la brisa terrestre y a poco hacía un frío más que regular
–Toma una manta, friolero- le dijo con una sonrisa amable la luna, que yo pensando en vuestras debilidades terrestres ya había preparado el remedio.
Al principio la manta le mitigó el frío, pero elevándose mucho más, que ya las estrellas se veían del tamaño de un girasol, bajó tanto la temperatura, que la manta resultó ser insuficiente tapadera, y temblaba su cuerpo como un azogado.
La negrura de la noche era absoluta y la que despedía su amiga la luna, no se reflejaba en ninguna parte, también reinaba un silencio absoluto y solo los focos de las estrellas le hacían pensar a Raimon, que por lo grandes que se veían deberían estar ellos muy altos, o lo que era lo mismo: muy lejos de la tierra. Y ya empezaba a rodarle en el pecho su poco de arrepentimiento de haberse embarcado en aquel celeste viaje.
Mientras tanto el frío arreciaba y estaba tan helado Raimon, que se tapó la cabeza porque las orejas le dolían de tan frías que las tenía. Y entonces la previsora luna, sacó de no se donde, dos mantas más y se la echó encima al verle temblar y escuchar el castañeo de los dientes. Al cabo de un rato, a fuerza de mantas entró en calor, y tan a gustito estaba después de pasar los fríos, que se durmió y fue en un sueño tan profundo que no despertó hasta la tarde siguiente cuando se aproximaban nuevamente al montecillo gracioso que hay a orillas del Mediterráneo en la millor terreta del món.
Salta a tierra, Raimon – le dijo la luna- Y Raimon, restregándose los soñolientos ojos le respondió un tanto enfadado:
-¿Por qué no me has despertado antes cuando pasábamos por el cielo?
La luna guardó un breve silencio y luego le respondió con una sonrisa triste en su cara:
-Lo siento Raimonet. Lo siento mucho si te has llevado una desilusión en este viaje, pues si te invité lo hice sin pensar que yo no soy quien tiene que mostrarte el cielo ni sé si has hecho méritos para ello.
Envuelto en la manta marchó Raimon a su casa cuando ya se había movilizado la familia y todo el vecindario y le buscaban pensando en que le hubiese ocurrido algo malo. El se cuidó muy bien de no relatar su aventura y dijo que se había dormido espertando a los conejos.
Le pareció a todo el mundo un sueño muy largo, pero podía ser, aunque a su madre no acababa de cuadrarle que el sueño habido hubiese sido en el monte, pues aquella manta que llevó su hijo a casa no era suya y tenía un polvillo blanco que no tiene la tierra montesina. A saber, pensó la madre siempre preocupada por sus andanzas, dónde habría dormido el zagal.
ISIDRO BUADES RIPOLL
Cronista de la Villa de Sant Joan
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